cosmovisión de la exclusión
El ser reconocido por los otros es inseparable de todos los seres humanos. La filosofía desde sus comienzos valorizó la autoconciencia, la búsqueda de un saber verdadero sobre sí mismo. Sólo a través del reconocimiento de los otros, los hombres pueden constituirse como personas. Persona equivalía en sus orígenes a “máscara”, y a través de ésta el individuo adquiría un rol y una identidad social. La pugna por la máscara era el intento de reconocimiento.
Desde que la administración colonial inglesa incorporó el sistema de clasificación de las huellas digitales, la definición de persona cambió. Identidad pasó de ser sinónimo de “persona”, sujeto social reconocido, a un sujeto reconocido por sus datos biológicos. Alphonse Bertillon ideó en 1880 el sistema antropométrico-fotográfico de identificación personal, utilizado pronto por todas las policías y registros civiles del mundo. Con la creación de los estados modernos se identifica persona con nacionalidad.
Los deportados en los campos de concentración bajo régimen nazi no eran reconocidos ni por sus nombres ni por sus nacionalidades, sino por un número grabado en sus brazos. Hoy, en las sociedades contemporáneas, se reconoce a la persona por su ADN. En Europa se prepara un registro internacional de ADN de todos sus ciudadanos, esto pensado antes de la pandemia del Covid-19. Como bien señala Giorgio Agamben, la persona es reducida a sus datos “biométricos” y la identidad ya no es sinónimo de persona, aún más, se define sin persona.
La pugna de los seres humanos por conseguir un espacio de reconocimiento social ha existido desde siempre. En tiempos de grandes cambios, de crisis continuas, de inestabilidad política y de una masa de refugiados creciente, el ser humano pierde todos sus referentes de identificación: su país, sus amigos, su familia, su lengua, su rol en la sociedad que le vio crecer. En el intento de recrear nuevos espacios de reconocimientos en las sociedades a las que los refugiados o inmigrantes llegan, se encuentran a menudo con el fenómeno de la exclusión social. Un sentimiento de humillación constante les invade, se convierten en el “otro”, un ser visto por las clases dominantes como inferior y despreciable, que en el mejor de los casos despierta compasión y lástima.
El ser humano, a fin de que pueda acontecer y surgir como sí mismo, necesita iniciar su proceso de constitución a partir de una posición, de un lugar. Por ello me acerco a personas con historias diversas que han vivido largo tiempo en comunidades que no son las originales pero que la han hecho suyas y, a pesar de ello, siguen siendo tratadas como el otro. También en los últimos años he encontrado personas pertenecientes a diversas entidades sexuales que, a pesar de las declaraciones de buena voluntad de los gobiernos y los Estados, siguen siendo víctimas de una exclusión permanente.
Me es fácil reconocer “al otro” ya que yo mismo soy uno de ellos. No importa dónde haya vivido: en los suburbios de Estocolmo, en el barrio chino en Barcelona, perdido en aldeas en la campiña catalana, en el casco viejo de la ciudad de Panamá o en el barrio puerto de Valparaíso. Al final, la pregunta es siempre la misma: ¿de dónde vienes? Una pregunta que se ha incorporado a mi propia estructura, a mi propio ser y que me persigue inevitablemente como una sombra que no perdona.